Bardo o el que se fue
Jorge Ramos
Tengo la cabeza llena de imágenes de la extraordinaria y ensoñadora película Bardo, Falsa Crónica De Unas Cuántas Verdades, de Alejandro González Iñárritu.
¿Cómo sacarse la visión de cientos de “desaparecidos” tirados en las calles del centro de la ciudad de México? ¿O la pirámide de muertos indígenas en el zócalo? ¿O la conversación con un Hernán Cortés que fuma? ¿O la larguísima y mágica secuencia de baile en el California Dancing Club? ¿O la mítica pelea de los niños héroes en el castillo de Chapultepec contra unos extranjeros con pelucas güeras? ¿O esos saltos de gigante en medio del desierto fronterizo?
Lo primero que asombra de la película -que está hecha para la pantalla grande de un cine pero que también se podrá descargar a través de Netflix en unas semanas- es esa maestría del director para crear mundos imposibles. Nada está fuera de sus límites. Como cineasta, todo se puede contar. O inventar. Igual una parte traumática de la historia de México que revivir a un familiar fallecido hace años. Bardo va del sueño a la realidad y viceversa, sin advertencias ni avisos. Su mundo es líquido.
La vida se puede tocar en la pantalla debido a esas fluidas secuencias, sin cortes y por varios minutos, que Iñárritu exploró en Birdman y que ahora son su marca. Nos pone detrás de la cámara y nos invita a ver lo que él está viendo.
Bardo es muy ambiciosa y no le tiene miedo a los grandes temas como la identidad, la migración o la muerte (que Iñárritu ya enfrentó en 21 Gramos, Babel y Biutiful); e inevitablemente nos arrastra al México de su juventud, como lo hizo también con Amores Perros. Pero es, sin duda, la película más personal de Iñárritu, con muchos elementos autobiográficos. El actor Daniel Giménez Cacho interpreta al periodista Silverio Gama, y aterriza de manera magistral y cargada de matices las ideas del director. Demuestra, además, que es uno de los mejores actores de su generación.
En la película hay momentos dolorosísimos, como la pérdida de un hijo y el luto de un cuarto de siglo. Nada apaga eso; se carga para siempre. Y el director se da el lujo -ese gigantesco placer que solo da el arte- de recrear la plática que nunca tuvo en vida con su padre. (Cuantos quisiéramos algo así. Qué maravilla es el cine…)
Pero Bardo es, sobre todo, un viaje de regreso; a esos asuntos personales que aún obsesionan a Iñárritu y a México. El creador de 59 años vive en Estados Unidos desde hace 21 pero nos sugiere que no hay un solo día en que deje de pensar en México. La película explora con inigualable honestidad los conflictos y tensiones de los que habitamos dos países al mismo tiempo.
Iñarritu, como millones de nosotros, vive con su familia en Estados Unidos pero está anclado emocionalmente en México. Casi todo el tiempo. El pensar en el regreso al lugar donde naciste y creciste -aunque sea temporalmente- es una constante. Y eso complica la adaptación (¿o será integración?) a un nuevo país.
Los que nos fuimos -los que tuvimos que emigrar- a veces somos de las dos naciones y otras de ninguna. Y en ocasiones se generan mezclas de identidad casi imposibles de definir. ¿Cuántos no hemos terminado confundidos en ese famoso “cuartito” en un aeropuerto estadounidense para una segunda e incómoda revisión de nuestro estatus y documentos migratorios?
Hay una escena en que la familia del protagonista regresa de México a Los Angeles y el agente migratorio le dice al padre -que porta una visa de trabajo- que Estados Unidos “no es su hogar”. Casi todos los mexicanos en el extranjero hemos pasado por eso. En Estados Unidos no nos acaban de aceptar -“tú no eres de aquí”, nos dicen, aunque llevemos décadas viviendo en el país-. Pero también sentimos un rechazo cuando regresamos a México -nos acusan de traidores, oportunistas y de haber abandonado familia y amigos-.
La película no resuelve ese conflicto. Lo deja latente, pulsando. Los que somos de dos países -como Iñárritu- llevamos una vida llena de dudas e incertidumbres. ¿Se puede dejar de ser mexicano? ¿Valió la pena irse a Estados Unidos? ¿Compensa lo que hemos logrado frente a lo que dejamos atrás?
El balance de Iñarritu, no hay duda, es positivo. Su aventura americana le ha traído el éxito profesional. Ahí están los cinco Oscares, los Golden Globe e innumerables premios más para probarlo. Más importante, todavía, es esa libertad creativa para hacer las películas que se le dé la gana. Como Bardo. Si se hubiera quedado en México todo lo anterior no habría sido posible.