Odio en Orlando
“I love you”, decía el mensaje de texto.
La mamá me enseñó su celular donde aparecía el mensaje de su hijo a las 2:07 de la mañana. Y después nada. Esa pantalla, fría y rallada, era lo único que le quedaba de su hijo. La mujer no pudo decirme más y se fue llorando. No sabía si su hijo había muerto o estaba herido. Me quedé inmóvil mientras la vi irse. (Luego, por la televisión, me enteraría que su hijo fue uno de los 49 muertos en el centro nocturno Pulse.)
A las afueras de un centro comunitario en Orlando, donde se estaban reuniendo los familiares de las víctimas, me encontré a un hombre mexicano que acababa de llegar de Chicago para identificar el cadáver de su hijo. Salió a buscar unos lentes oscuros de su auto. Tenía los ojos rojos, reventados de tanto llorar.
Una tía de Puerto Rico buscaba infructuosamente una foto de su sobrino en el celular para enseñármela. Pero ya lo había perdido dos veces; en su teléfono y en la discoteca.
Cuando llegué al hotel la noche del domingo –el mismo de la masacre- no podía sacarme de la cabeza a la madre del texto, al padre de Chicago, a la tía que buscaba un poquito de esperanza en su celular. Esas eran caras de la tristeza más infinita. Y luego pensé: pude haber sido yo o mis vecinos o mis amigos.
Ese es el horror del terrorismo; que nos puede pasar a cualquiera en cualquier momento. Si el pistolero hubiera decidido viajar dos horas al sur, hacia Miami, en lugar de manejar dos horas al norte, hacia Orlando, la tragedia habría sido cerca de casa.
Como periodista, sigo tratando de entender lo que pasó en Orlando para luego explicarlo en la televisión, en mis columnas, Twitter y Facebook. Pero es complicado.
La masacre de Orlando –la peor en la historia de Estados Unidos realizada con un tiroteo- no puede explicarse tan solo como un acto terrorista. Ni simplemente como un ataque homofóbico. Ni tampoco como un problema por el fácil acceso a las armas de fuego. Ni como un asunto de salud mental. Ni como un agravio a la comunidad latina. Ni como un acto individual de un joven ególatra, trastornado y estúpido. No, lo de Orlando es todo esto junto y más.
Es, sin duda, un acto de odio, como lo describió el presidente Barack Obama. Pero el problema en Estados Unidos es que los que están llenos de odio pueden comprar un arma de guerra en solo unos minutos. Desde que Obama llegó a la Casa Blanca en el 2008 ha dado 16 discursos después de una masacre. Diez y seis. Y Donald Trump o Hillary Clinton darán muchos más por qué aquí no hay ninguna voluntad política para limitar el acceso a los rifles y pistolas.
Traducción: hay que prepararse para la siguiente matanza. Hoy en el noticiero hicimos un reportaje sobre qué hacer en caso de que alguien se meta a un lugar público y empiece a disparar. Primero huye. Si no puedes, escóndete. No pierdas tiempo llamando a familiares, al 911 o a la policía. No te hagas el muerto; el pistolero puede venir a rematarte. Y si no tienes más remedio, ataca al atacante. Otros quizás hagan lo mismo y se salven. No quisiera tener esta plática con mis hijos pero ya es inevitable.
Nada, ni el dolor más personal, se escapa de la política en un año electoral. Trump insiste en su propuesta de prohibir temporalmente la entrada a los 1,600 millones de musulmanes en el mundo. Pero eso no hubiera evitado esta masacre ya que el pistolero, Omar Mateen, nació hace 29 años en Nueva York. Trump, que tiene una respuesta para todo, dijo que el terrorista nació aquí porque el gobierno le permitió a su familia emigrar a Estados Unidos. Eso es culpabilidad por vínculo sanguíneo.
La realidad es que no podemos sancionar a toda una religión por lo que hizo una sola persona. Eso sería tan absurdo como culpar a todos los estadounidenses blancos de la matanza realizada por Adam Lanza en una escuela de Connecticut en el 2012 -donde murieron 20 niños- o por el acto terrorista de Timothy McVeigh contra un edificio del gobierno en Oklahoma City que dejó 168 muertos en 1995.
Todos mis viajes anteriores a Orlando fueron para divertirme. Esta vez, sin embargo, fue para ver lo que hace el odio. Uno espera que después de un texto que diga “I Love You” haya, por lo menos, una sonrisa. No la muerte.