Por un abrazo de mamá
Jorge Ramos Ávalos
Esta es la crónica de un abrazo.
Debido a la pandemia, llevaba más de un año sin ver a mi mamá. Desde marzo del año pasado no había venido a México.
No me hubiera perdonado nunca el contagiarla accidentalmente de coronavirus. Así que esperé hasta que ella tuviera sus dos dosis de la vacuna contra el covid-19 y yo también, dejamos que pasaran dos semanas más para estar bien protegidos y me trepé al primer avión desde Miami.
Yuyú le dicen los que la quieren. Jechu le decimos mis hermanos y yo, por aquello de ser la jefa de la casa. Tiene 87 años, apenas pasa del metro y medio y, según su propia descripción, “excepto por lo de vieja estoy muy bien”.
Y lo está, con un intacto sentido del humor y las inevitables peleas con la memoria. Quizás no recuerda exactamente lo que desayunó ayer, pero puede contarte todos los detalles del día en que murió su mamá (cuando ella tenía solo 15 años), o emocionarse todavía por aquella vez en que su padre la invitó a una importante reunión de negocios. La película de esos días sigue imborrable en sus ojos.
Ella es la primera rebelde que conocí. Un día le dijo a mi papá que no le prepararía nunca más su chocolate caliente y, así, con un gesto tan sencillo y contundente, comenzó su liberación.
Tomó cursos en la misma universidad que yo iba, viajamos juntos a China y a la India, y fue con ella con quien tuve mi primera plática filosófica sobre lo que era la felicidad. “La felicidad nunca es permanente, Jorgito”, me dijo apoyándose en la puerta de la cocina y con la mirada atorada en algún momento de dolor.
De niño nunca le dije: “Mamá, de grande quiero ser un inmigrante”. Yo quería ser futbolista o rockero. Uno no se convierte en inmigrante porque quiere sino porque no te queda otra opción. Ella entendió perfectamente cuando le dije que había quemado las naves y que me tenía que ir de México.
En mis casi cuatro décadas en Estados Unidos siempre había regresado a visitarla varias veces al año. Era un ritual en el que yo recuperaba un poquito del México que perdí y los años que me faltaron con ella, con mi familia y amigos.
Para los que nunca se han ido es difícil entender el vacío y la nostalgia que padecemos los que nos fuimos. Vivimos en una angustia permanente de que alguien se enferme, sufra un accidente o se contagie de COVID y no podamos regresar a tiempo.
Además, tenemos que enfrentar los retos a nuestra identidad binacional; en México algunos me dicen que soy un traidor por haberme ido y que ya no soy mexicano, mientras que en Estados Unidos otros no acaban de aceptarme en el país y me dicen que me regrese de donde vine.
Ese necesario, y a veces doloroso ritual, se rompió con la pandemia.
México es el cuarto país del mundo con más muertos por coronavirus, después de Estados Unidos, Brasil y la India. Más de 217 mil personas han muerto. Pero en realidad son muchas más. Un reporte del mismo gobierno asegura que las muertes en exceso vinculadas al coronavirus ya pasaban de las 329 mil el 15 de marzo. Y las que faltan por contar.
“Estamos dando una lección al mundo con nuestro comportamiento”, dijo el presidente Andrés Manuel López Obrador en abril del 2020. “Tengan confianza de que estamos haciendo las cosas de manera profesional, con mucha responsabilidad.” Y sí, terminó siendo una lección pero de lo que no se debe hacer. Durante meses AMLO se rehusó a usar un cubrebocas en público y a promover su uso obligatorio. Incluso al principio de la pandemia le sugirió a los mexicanos que “hay que abrazarse, no pasa nada” y mostró dos imágenes religiosas como un supuesto “escudo protector” contra el coronavirus.
La campaña de vacunación contra el covid-19 en México va muy lenta. Solo unos 12 millones de personas han sido vacunadas de una población de 130 millones. Pero, a pesar de las críticas ¿cómo no agradecer que entre los que ya recibieron sus dos dosis esté mi mamá?
En un módulo médico cerca de su apartamento en la ciudad de México y con perfecta organización, la Jechu recibió sus dos vacunas de Pfizer. Por coincidencia, casi al mismo tiempo yo me puse las de Moderna en Miami. Así ya casi estábamos listos para vernos. Por fin se acabarían esas videollamadas que nos mantuvieron a flote emocionalmente por tanto tiempo.
Un amigo de la universidad, quien no pudo abrazar a su mamá antes de perderla por el coronavirus, me lo advirtió en un correo electrónico: no dejes de abrazarla. Mucho. Y ese era mi plan.
Me hice una prueba de PCR en Miami un día antes de viajar y otra de antígenos horas antes de verla ya en México. Las dos salieron negativas. Luego de aterrizar me fui a un restaurante vacío a comer unos taquitos al pastor con agua de Jamaica -para no olvidar el ritual- y pasé rápidamente al hotel para bañarme como niño chiquito, hasta por debajo de las uñas.
Me dirigí hacia su apartamento, nervioso como si fuera una primera cita, me puse dos mascarillas -una era N95-, subí al elevador y toqué el timbre. Y suavemente, una figura todavía más pequeña de la que yo me imaginaba jaló la puerta y abrió grandes sus ojos. Nos quedamos viéndonos, inmóviles. Sin tocarla, le pedí que se pusiera una mascarilla. Dio unos pasitos hacia atrás, tomó de una repisa un lindo cubrebocas con motivos mexicanos -verde, blanco y colorado-, y se lo puso con dificultad.
Y luego, por fin, la abracé. Largo. Sin soltarnos. Había llegado a tiempo. Sentí su cuerpo, casi temblando. Pasó sus dos brazos sobre mi cuello y me dijo detrás del oído: “Ay mi niño.” Y me rompí a llorar.