Vacunados contra no vacunados
Por: Jorge Ramos
El chofer de Uber que me llevó al restaurante iba totalmente fortificado. Además de la mascarilla había puesto un plástico que dividía los asientos de atrás con el del conductor.
La aplicación, antes de subirme al auto, me había preguntado si llevaba cubrebocas. Un “no” me habría dejado en la calle. Con tantas precauciones, hubiera sido difícil que él o yo nos contagiáramos de COVID.
Aun así, los dos desconocíamos lo más importante: yo no sabía si él se había vacunado y él no sabía si yo lo estaba. Los dos corrimos el riesgo y así me fui a cenar.
En el restaurante todos los que preparaban el sushi y el sashimi eran japoneses, y el resto del personal, con poquísimas excepciones, era latino. (Ahí, claro, se hablaba japoñol.) La regla no escrita -que la conocía perfectamente el chef Anthony Bourdain- es que sin inmigrantes no hay restaurante que aguante en Estados Unidos. Todos iban con máscaras. Y el peligro lo corrían ellos porque no sabían si los comensales nos habíamos vacunado o no.
Fue una experiencia distinta a la que tuve en San Francisco hace un mes donde, antes de entrar a cada restaurante, me pedían mi tarjeta de vacunación. Y más distinta aún a Miami, donde vivo. Ahí parece que no hay pandemia. En una cena con mi hijo en un restaurante italiano, nadie -ni los meseros- llevaban mascarilla.
Pedir sal o agua era una innecesaria apuesta viral. Mejor desabrido y con sed que contagiado. Lo mismo ocurrió en una pizzería de moda en Miami Beach. Los amigos españoles con los que fui no podían creer lo que veían. Un restaurante sin un solo cubrebocas era muy 2019.
La confusión es la regla.
En Estados Unidos hay escuelas que ya no les exigen máscaras a sus estudiantes, ni siquiera en los salones de clase. Y otros donde es obligatorio incluso en el recreo al aire libre y para hacer deporte.
La gente, comprensiblemente, está harta de vivir encerrada, asustada, enmascarada, con múltiples restricciones y sin un plan concreto que le ponga fin a esta tragedia. Los camioneros canadienses, por ejemplo, llevan días protestando en contra del mandato de vacunarse para cruzar la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Grupos antivax en muchas partes del mundo los apoyan digitalmente. Y las campañas de desinformación explotan en las redes sociales.
Pero la pandemia nos sigue matando y no hay más remedio que mantener medidas públicas como la vacunación, el uso de mascarillas y el distanciamiento social. No hacerlo sería como soltar a un niño de la mano cuando quiere cruzar una transitada carretera. Sí, la principal obligación de cualquier gobierno es mantener a sus ciudadanos vivos. Aunque protesten. Luego viene todo lo demás.
En algún momento, ojalá este año, lograremos un “equilibrio”, como lo dijo recientemente el doctor Anthony Fauci al Financial Times. “Espero que haya un momento en que ya las restricciones sean una cosa del pasado con suficiente gente vacunada y suficiente gente con protección debido a infecciones previas.” Efectivamente, las cifras de contagios por ómicron van a la baja en muchos países y hay que adaptarse. Pero ese “equilibrio” del que habla el asesor presidencial todavía no llega. Y a cruzar los dedos para que no aparezca otra variante letal.
Les cuento todo esto en un día en que murieron en Estados Unidos más de 2,500 personas por el coronavirus y alrededor de 220,000 mil dieron positivo. Y esta cifra es sin contar a los contagiados que lo supieron por pruebas caseras. En otras palabras: estamos muy lejos del fin de la pandemia. A nivel mundial pasamos de 300 millones a 400 millones de contagios en un solo mes. Que el covid se convierta en una enfermedad endémica no significa que ya la libramos; significa que será una preocupación constante. Quizás con una letalidad menor que ahora pero permanente como los resfriados, la influenza y las alergias…
Lo irónico y triste es que el fin de la pandemia depende de los que menos creen que existe y a los que más mata.