El invierno…
Cada comienzo trae nuevos retos y desafíos. Cada estación en sí puede asociarse con una etapa de nuestra vida. Así la primavera representa lo nuevo, puede asociarse con nuestra infancia, el descubrimiento de todo lo que existe alrededor.
El verano simboliza la juventud llena de energía con sus días largos y calurosos. El otoño es una época que invita a la reflexión, a la transición, puede asociarse con el crecer, hacerse adulto y madurar.
El invierno a su vez simboliza la vejez, el acercarse a la muerte, pero no debe ser una época de tristeza, nostalgia o decadencia, por el contrario puede ser una época de sabiduría, de desapego, de crecimiento espiritual, de la plenitud.
El frío del invierno nos lleva a la calma y la quietud. A escuchar nuestra alma. Nos permite alejarnos del ruido de afuera y el comercio desmedido que nos distrae de nuestra verdadera esencia.
A prepararnos, acoger la luz que hay en el interior. El invierno nos permite llegar a la conclusión que después de todo solo es posible nacer de nuevo por un acto de amor, que nos lleva a la pureza donde no hay nada que perdonar o entender porque no hay ofensas, no hay culpas, no existe tu verdad, o mi verdad.
Porque cada verdad se integra a la verdad propia porque se mira desde la comprensión, donde surge posibilidad de asegurar el lazo íntimo con Dios.
Es en esta quietud donde realmente nos encontramos con nosotros mismos, donde podemos ver la luz desde nuestras propias oscuridades.