George Clooney y lo malo de la fama
El actor George Clooney tiene un problema. Mucha gente que se le acerca, en lugar de saludarlo y darle un apretón de manos, saca su celular y se pone a filmarlo. “Hemos dejado de vivir nuestras vidas”, dijo alguna vez, “y ahora solo la estamos grabando en nuestros teléfonos.”
Le pasa muy seguido. En una cena de recaudación de fondos con el presidente Barack Obama, me cuenta, quedaron rodeados de gente tomando fotos y video. “Puedes decir que filmaste al presidente de Estados Unidos pero no puedes decir que lo conociste”, me dijo. “Y lo entiendo. No me estoy quejando. Así es este mundo. Pero es triste por todo lo que nos estamos perdiendo.”
Ahí estaba, frente a mí, uno de los hombres más fotografiados del mundo. He entrevistado a decenas de presidentes y líderes mundiales pero nunca a alguien tan famoso como Clooney.
Sin embargo -como siempre ocurre con los que no tienen nada más que probar- su actitud era muy amable y sencilla, bromeando y saludando a todos. Sin corbata y con jeans, se puso un saco gris solo para darle un poco de importancia a la película que estaba promoviendo -Tomorrowland. Tenía 12 minutos exactos de entrevista. Ni un minuto más. Pero él parecía andar sin prisa. Cruzó la pierna y se puso a platicar.
Clooney cree que la fama es cuestión de suerte. “Yo ya llevaba 15 años trabajando cuando me ofrecieron trabajar en el programa de televisión ‘E.R.’”, me contó. “Pero si ‘E.R.’ (donde protagonizaba a un doctor) hubiera sido transmitido los viernes en lugar de los jueves, no hubiera sido el éxito que fue. Esa es la importancia que tiene la suerte.” Es ese tipo de explicaciones que hacen de Clooney una rareza entre las estrellas de Hollywood: uno de los tipos más famosos del mundo dice que eso fue suerte.
Pero el actor, productor, director y ganador de dos Oscares -protagonista de más de una veintena de películas, incluyendo Gravity y The Perfect Storm- sabe cómo usar su fama, venga de donde venga. Durante años ha luchado por atraer la atención mundial al genocidio en la región de Darfur en Sudán y nunca se ha disculpado por apoyar abiertamente las candidaturas presidenciales de Barack Obama y, ahora, la de Hillary Clinton.
Le recordé que en el 2008 él había dicho que Hillary “era una de las figuras más divisivas de la política norteamericana.” Y lo reconoció. “Pero creo que con el tiempo ha dejado de serlo porque fue una…increíblemente exitosa Secretaria de Estado.” Y luego continuó. “Así que creo que ahora ya está lista para ser presidenta.”
A Clooney no le gusta pelearse y mucho menos en público. Casi nunca responde a críticas en la prensa. Pero la excepción fue cuando una publicación británica habló de su entonces prometida (y hoy esposa) Amal Alamuddin. El respondió con una fuerte columna en el diario USA Today.
“Ellos estaban tratando de fomentar el odio religioso al decir que mi esposa es Drusa -y ella no lo es-“, me explicó. “Y debido a que ella se iba a casa con alguien fuera de su religión, dijeron que los Drusos estaba dispuestos a ejecutar a mi prometida -matar a mi esposa. Bueno, eso no es cierto.” Y lo dijo.
Este tipo de confrontaciones casi no ocurren en el mundo de George Clooney. Al contrario, él cree que es una virtud cuando los actores no son tan accesibles -“unavailable” en inglés- al público. Por eso no tiene Twitter, Facebook o Instagram.
“Si le vas a pedir a la gente que pague dinero para que te vaya a ver en una película, ellos no tienen por qué saber lo que estás pensando todo el tiempo”, me dijo, “creo que tiene que haber un elemento de misterio.”
Es precisamente ese misterio lo que hace que, cuando la gente ve a George Clooney en persona, se le lancen a filmarlo en lugar de entablar una conversación con él. Es, sin duda, lo malo de la fama.