Oré, pero nada ha cambiado
Valentín, el hijo de una amiga, viene a comer a mi casa cada semana. Un día, mientras íbamos a la escuela, me contó que sus notas eran malas, y parecía desanimado. Le dije que pidiera ayuda al Señor Jesús. «Bueno, voy a orar», me respondió sin convicción.
A la semana siguiente, como respuesta a mis preguntas, Valentín agachó la cabeza y me dijo con tristeza: «Mis notas no han mejorado…». Poco después su madre me dijo que él siempre encuentra un pretexto para no hacer sus deberes escolares, y que nunca quiere obedecer.
¿Es sorprendente que, a pesar de sus oraciones, los resultados no hayan cambiado? ¡Claro que no! ¡No podemos pedir ayuda al Señor y hacer lo que nos place!
A veces nos parecemos a Valentín. Oramos sin mucha convicción. Luego esperamos pasivamente, pero no sucede nada… Y nos sorprendemos; incluso llegamos a decir que orar no sirve de nada. Pero la oración no es una forma cómoda para facilitarse la vida. Tampoco la podemos comparar a una receta de cocina que funciona o no funciona, sin que sepamos muy bien por qué…
Debemos orar, pero también debemos atender nuestras obligaciones. Dios no necesita nuestra ayuda para hacer milagros, pero espera de nosotros que, por nuestra actitud y forma de pensar, busquemos concretamente lo que le pedimos.