¡Le fallamos a Emani!
Emani no era simplemente una niña negra de 10 años. Era una niña sin color, sin origen, sin nacionalidad, sin culpa. Era una niña, y eso debe bastarnos a quienes, como adultos, como sociedad, como autoridad, como estado, como comunidad, debimos haberla cuidado mejor y no hicimos bien nuestro trabajo, su muerte debe no solo dolernos, sino permitirnos examinar nuestra conducta frente a hechos que muchas veces consideramos aislados o fuera de nuestra incumbencia.
Cuando murió a finales de octubre de 2013, Emani pesaba 32 libras y tenía “más o menos piel y huesos”, dijo la examinadora médica de entonces del condado de Gwinnett Michele Stauffenberg, quien le hizo la autopsia a la menor. Lo que narraría después sonaría aún más perturbador.
Dijo que basada en el peso y en la pérdida de masa muscular y en el hecho de que sus órganos eran tan pequeños, pudo concluir que la niña había muerto de hambre.
Pero eso no fue lo peor, desde 2010 cuando se dieron las primeras muestras de tortura hasta su muerte tres años después, nadie hizo nada, el estado a través de los Servicios de Niños y Familia—el temido DFCS-, no se hizo nada; sus familiares biológicos que debieron ser más agresivos para reclamar su bienestar tampoco hicieron nada; la escuela de donde fue retirada la menor para no levantar sospechas del maltrato tampoco hizo nada.
Y digo que no hicieron nada, porque si hubiera sido lo contrario, la menor hoy estuviera entre nosotros como cualquier otro, sin tener que haber pasado por los horrores que a su corta edad le tocó padecer.
Si como sociedad nos duele y afecta conocer los detalles de una vil tortura contra un menor como Emani, también nos debiera mover la responsabilidad de estar más atentos a los cuidados de que deben ser objetos, niños y personas vulnerables.
No podemos darnos el lujo de pensar que no tuvimos la culpa en mayor o menor grado de lo ocurrido y que sancionando con la vida en prisión a su padre biológico y con la pena de muerte a su madrastra ya nos lavamos las manos.
Lo ideal sería que nunca tuviéramos que reportar más aberraciones como ésta, en una sociedad que se hace llamar moderna y civilizada.
Solo por recordar lo perturbador de las evidencias, durante el juicio contra los verdugos de Emani, la médico forense trató de aproximarse a lo que pudo haber sido su largo y angustioso sufrimiento, que se merece nadie si es que nos creemos del primer mundo.
“Lo primero que sucedería, en las primeras etapas, es que experimentaría mucha hambre. Probablemente se sentiría hambrienta, estaría pidiendo comida, buscando comida, ansiando comida. Después de eso, el siguiente paso sería apatía, fatiga, incapaz de hacer sus actividades habituales.
A partir de ahí, se volvería más y más apática, eventualmente letárgica y con cambios de estado mental. Ella no tendría ganas de moverse mucho; ella no tendría mucha energía, habría tenido una pérdida extrema de peso que sería visible…y luego, por fin, ¡la muerte!”
No contentos con ello, cuando la niña murió, la mantuvieron dos días dentro de su casa. Desde allí, la llevaron a una zona boscosa, la rociaron con querosene y la incendiaron. Cuando se dieron cuenta de que su cuerpo no se quemaría como querían, apagaron el fuego, pusieron el bote de basura en el maletero del automóvil y regresaron a su vivienda.