El fin de los secretos
Fue un accidente estúpido. Iba caminando por uno de los más de 400 puentes de esta maravillosa ciudad –compuesta por 117 pequeñas islas- cuando me entró una llamada. No debí contestar. Estaba de vacaciones. Pero siempre tenemos esa absurda idea de que la llamada puede ser importante. Saqué el teléfono del bolsillo de mi pantalón, deslicé mi dedo sobre la pantalla del iPhone para contestar y ahí, como si tuviera vida propia, se me zafó el celular de la mano derecha, rebotó en mi rodilla, luego en el piso y fue a parar al fondo de un canal veneciano. Plop.
Mi primer impulso fue tirarme al oscuro canal para rescatarlo. De verdad, lo pensé unos segundos. Y al darme cuenta que sería una tontería, de pronto, sentí como si algo en mí hubiera muerto. Ese celular tenía mi vida: mis contactos, mis fotos, mis códigos y passwords. Pero, sobre todo, era parte de mi biología. Lo tuve pegado a mí más que cualquier ser humano. Mi extendida familia y mi profesión me obligaban a, literalmente, dormir con él (en vibración, claro).
Mi celular murió ahogado. Como ejercicio de liberación cibernética, me propuse no comprar otro celular por una semana y concentrarme, mejor, en el maravilloso lugar donde estaba y en los que me acompañaban. Lo logré. Pasé de la angustia por la separación digital a prácticamente olvidarme del bendito aparato. Pero sabía que pronto compraría otro.
No es que sea un simple contenedor de datos y transmisor de información. Vivimos dentro de él. Y por eso no es sorprendente que el espionaje moderno se realice investigando el contenido de celulares más que con un ejército de miles de James Bond o como en la película La Vida De Los Otros, donde se registra cada detalle íntimo de la vida de una pareja de disidentes.
El espionaje –no hay otra forma de llamarlo- realizado por el gobierno de Barack Obama fue masivo. A través de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) se recopiló información privada y personal de celulares y cuentas de internet dentro y fuera de Estados Unidos, según reportó originalmente el diario The Guardian. Solo en marzo pasado, informó el periódico británico, se recolectaron 97 mil millones de datos –el tres por ciento de los cuales se consiguieron dentro de Estados Unidos.
El hecho de que este espionaje sea “legal”, es decir, autorizado secretamente por el congreso norteamericano, no significa que sea un comportamiento moral y ejemplar de la democracia líder en el mundo. Uno espera este tipo de comportamiento de Cuba o China, dos dictaduras, pero no de Estados Unidos. Sin embargo, el espionaje refleja el temor de los norteamericanos de ser atacados otra vez como el 11 de septiembre del 2001, cuando murieron casi tres mil personas.
“¿Cómo se supone que los protejamos?” preguntó el director de la NSA en una audiencia del congreso. Su argumento es sencillo: solo espiando en celulares y computadoras –que es la principal forma de comunicación planetaria- podemos evitar otro acto terrorista. El propio presidente Obama lo había dicho antes:
“Es importante entender que no puedes tener 100 por ciento seguridad y también el 100 por ciento de privacidad sin ningún inconveniente.”
Traducción: vamos a seguir espiando en sus celulares y en sus cuentas de internet porque es la única manera de protegernos de atentados terroristas. Y para nosotros esto es el fin de los secretos.
Repito mi nueva regla cibernética: si no quiero que se sepa, no lo digo por celular, ni lo texteo, ni lo escribo en computadora. Creo, firmemente, que ningún gobierno tiene por qué meterse con mis cosas personales ni me parece correcto que un funcionario, sentado en una en Washington, Moscú o Caracas, se ponga a surfear en mi computadora. Pero nuestro error fue pensar que la internet y el sistema telefónico permitía absoluta privacidad. La sensación de intimidad que da el celular y el escribir un email es totalmente falsa.
Hoy sabemos -gracias a Edward Snowden, el analista de información clasificada que fue la fuente del diario The Guardian- que nada es secreto. Si el gobierno de Estados Unidos espía celulares y computadoras, regularmente y de forma legal, entonces debemos suponer que la mayoría de los gobiernos del mundo están haciendo lo mismo.
Claro, no quiero otro acto terrorista como el del 9/11, Madrid,
Londres o el maratón de Boston. Y parece ser que la única manera de evitarlo, según escucho tristemente a funcionarios del gobierno de Obama, es a través del espionaje cibernético. Un 55 por ciento de los norteamericanos están de acuerdo, según una encuesta de Gallup. Nuevo mundo, nuevas reglas.
Perder el celular en Venecia, después de todo, no fue tan malo. No creo que a ninguna agencia de inteligencia del mundo le hubieran interesado mis fotos, movidas, de los interminables canales venecianos y de mi gata con una sola oreja. Pero fue rico sentirse fuera del alcance de todos por una semana completa.
El verdadero lujo del siglo 21 es ser anónimo, ilocalizable y que nadie te pueda espiar.
Pocos pueden vivir así. Y lo primero que hay que hacer es perder el celular.