Los inmigrantes avanzan como semillas de la historia
“No es la primera vez ni será la última”. Es la simple y deshumanizada conclusión a la que muchos siempre llegan cuando tragedias como la de San Antonio, Texas, ocurren. Tal parece que morir asfixiado dentro de un camión, luego de una tortuosa travesía en busca de cruzar la frontera, fuese el “merecido” castigo del inmigrante que tiene la osadía de intentarlo, descontextualizando los motivos personales, las realidades sociales, los entornos políticos y las necesidades económicas.
Si alguien se pregunta qué es un inmigrante en la actualidad, debe empezar por entender que el deseo de alcanzar una tabla de salvación en este mundo tal como está estructurado —no por el inmigrante mismo, sino por los centros de poder político y económico— implica realizar sacrificios de esa magnitud, creyendo fervientemente en ese “Norte”, que ahora mismo se desdibuja como faro de esperanza.
No hay una sola de las entrevistas que han hecho a los sobrevivientes de la tragedia en Texas que contradiga el objetivo de su viaje: buscar una vida mejor. Sí, la frase entera se ha convertido en una especie de cliché que a muchos –sobre todo a los que ya lograron instalarse donde deseaban a su manera durante varias generaciones—les parece chocante, burda, atrevida e incluso ridícula.
Pero la autenticidad de quien la dice se equipara a la de quienes la repitieron un millón de veces antes, mucho antes, huyendo del hambre, de la guerra, de la persecución religiosa o de la intolerancia política. Y que ahora, muchos años después, gracias a sus esfuerzos y miles de sacrificios, sus descendientes, ya estadounidenses, se han podido convertir en legisladores, médicos, científicos, maestros de escuela, empresarios, granjeros, banqueros, e incluso presidentes de Estados Unidos.
A unos les ha ido bien, a otros no tanto; pero todos han formado parte del tejido social de esta nación, de la amalgama cultural que la solidifica.
¿No es este el laboratorio social que nació para ser ejemplo de un nuevo tipo de nación donde el habitante, idependientemente de su origen, idioma, credo religioso, etc., gozaría de las libertades plenas que emanan de la Constitución?
Inmediatamente hay quien sale al paso para responder que cruzar la frontera ilegalmente convierte a quienes lo hacen en “delincuentes”, y que por esa razón deberían ser castigados y expulsados del país, tal como lo declaró hace unos días el director de ICE, Thomas Homan, con un gesto de pocos amigos, más que de funcionario público de un país que hasta antes de este gobierno era considerado protector de los derechos humanos.
La complejidad de las leyes migratorias de cualquier país, sobre todo las de Estados Unidos, impide entender las razones que tuvo, por ejemplo, ese inmigrante mexicano que prefirió beber líquido anticongelante para autos, antes que perecer de deshidratación y asfixia y no ver cumplido su anhelo de llegar a este país.
¿Merece el Estados Unidos contemporáneo un gesto así? ¿Vale la pena?
Ya vendrán otros espacios de abundancia en otras latitudes y hacia allá enfilarán las multitudes de desposeídos. Esa ha sido la lógica de las migraciones humanas a lo largo de la historia. ¿Es tan difícil de entender eso por parte de quienes pretenden acabar con la historia misma, instalados en este preciso momento en la atribulada Casa Blanca, reduciendo a un problema de “ilegalidad” una realidad que les estalla en las narices?
Los “críticos” más simplistas dicen siempre que “el problema es de ellos”, de los países de origen de los inmigrantes, donde violencia, corrupción, falta de oportunidades y economías fallidas son el pan de cada día.
Por eso, más allá de insistir en la corresponsabilidad internacional, en que el desequilibrio económico es endémico y que ha sido heredado y reproducido por siglos hasta quedar como está organizado hoy, es preciso recordar que mientras eso persista, habrá no uno, sino millones de seres humanos que de la noche a la mañana se convertirán en inmigrantes, esas semillas sembradas en la historia que irremediablemente algún día le darán otro rostro a sus puntos de destino.
Davis Torres, es columnista de America’s Voice