Llantos en la noche
Era una noche solemne en el antiguo Egipto (aproximadamente 1400 años a. C.). De los palacios como de las chozas salían gritos y sollozos. En todas las casas del gran imperio se estaba ejecutando el juicio anunciado por Dios: todos los primogénitos de las familias egipcias debían morir.
¿Por qué? Porque el faraón y su pueblo no querían obedecer a Dios. Cuando Dios habla, cuando nos advierte, hay que escucharle y obedecerle. Esas familias no creyeron y por ello no escaparon al juicio de Dios.
Igualmente hoy Dios advierte a los hombres: El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios (Juan 3:18).
Evoquemos otra noche, la más oscura de la historia. En un huerto cerca de Jerusalén Jesús estaba orando. Su súplica subía hacia Dios con gran clamor y lágrimas (Hebreos 5:7).
Tres veces el Hombre perfecto, el santo Hijo de Dios, pidió a su Padre que el sufrimiento expiatorio de la cruz, que para él implicaba ser abandonado por Dios, le fuese retirado. Pero añadió: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Lucas 22:42). Los pecados tenían que ser castigados y Dios tuvo que herir a Jesús, a aquel que por nosotros se había hecho pecado (2ª Corintios 5:21).
Si Jesús no hubiese sufrido en nuestro lugar el juicio de Dios, seríamos nosotros quienes, debido a nuestros pecados, lo hubiésemos sufrido. Jesús murió por nosotros; y Dios, perfectamente satisfecho con la obra cumplida por su muy amado Hijo, lo resucitó y lo elevó a la gloria. Ahora asegura su perdón a todos los que creen en Cristo.