Traiciones
Jesús fue valorado en treinta piezas de plata. Esta suma correspondía a la indemnización que se debía pagar por la muerte accidental de un esclavo (Éxodo 21:32). ¿Quién se atrevió a pedir esa suma? ¿Quién fue el traidor? ¿Quién entregó al Maestro? Judas, uno de sus discípulos, uno de los que Jesús había escogido y amado.
Pero seamos francos. Podemos traicionar a Jesús de muchas maneras, o al menos no serle fieles. Lo traiciono cuando él quiere que yo haga algo para él y no lo hago. Lo traiciono cuando actúo como si no lo conociese, cuando tengo vergüenza de declarar ante los demás que él es mi Salvador. Lo traiciono cuando lleno mi mente de pensamientos impuros. En todo el bien que no hago y en todo el mal que hago, traiciono a mi Señor. ¿Pasa un día sin que lo traicione en una acción, en palabras o en pensamientos? Y a pesar de todo, él me ama.
Lo traicionamos, lo negamos, lo deshonramos y lo abandonamos… Esto hubiese bastado para detenerlo en el camino del sacrificio… y sería suficiente para que nos abandonase; pero él nos ama con un amor divino que nada puede desanimar ni detener.
El ejemplo de Pedro nos interpela y nos consuela al mismo tiempo. Antes de la crucifixión, Pedro dijo a Jesús: “Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti. Jesús le respondió:… De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces” (Juan 13:37-38). Pero Jesús ya había orado por Pedro para que, a pesar de esa negación, su fe no fallase (Lucas 22:32).