El asedio supremacista a nuestro idioma no ces

Al principio, constituían una sorpresa que francamente repugnaba: nativistas y supremacistas por igual, en los umbrales del presente régimen, reaccionaban con violencia al escuchar a personas a su alrededor hablar el idioma español.

Como si contar con dos idiomas en el haber cultural de otros seres humanos fuese motivo de condena en una nación multilingüe, el repentino y violento llamado a hablar solamente inglés —“porque estamos en Estados Unidos”— empezaba a mostrar una faceta de abierta intolerancia.

Envalentonados y de algún modo amparados por la retórica antiinmigrante oficial, ya fuese en aeropuertos, centros comerciales o cualquier lugar público, la virulencia de esas personas hacia el idioma de Cervantes se convirtió en uno de los múltiples signos de estos tiempos.

Porque hay que recalcar eso: los ataques no han sido contra ningún otro idioma que no sea el nuestro, el segundo más hablado en Estados Unidos, con unas 40 millones de personas, según el Censo, interactuando de un modo u otro en esta lengua, cuya historia en esta zona geográfica del mundo es aún mucho más antigua que el idioma inglés, al cual por supuesto también hay que respetar, fomentar y difundir, pues un 80 por ciento de la población lo prefiere, sin ser el idioma oficial. Es decir, la convivencia lingüística debería ser posible.

Los incidentes que han alimentado ese “mapa del odio” que se ha ido trazando en apenas dos años del gobierno de Trump habían tenido una pausa y no había mucho de qué preocuparse; pero los más recientes casos ponen de relieve otra vez lo poco que se ha madurado en ese sentido.

Dos ejemplos llaman nuevamente la atención: el reclamo de una comensal blanca contra el gerente de un restaurante mexicano porque este dijo unas palabras en español, a pesar de que el hombre la confrontó en inglés, demostrando su bilingüismo; y la prohibición a hablar en español a una mujer en Texas que vive en un centro de atención a jubilados, administrado por The Salvation Army.

En el primer caso, hubo por fortuna esta vez personas del lado del gerente, incluyendo el acompañante de la mujer que reclamaba disgustada porque escuchó hablar español y quien profirió esa frase hiriente que siempre se utiliza en estos casos: “¡Vete de mi país!”; mientras que en el segundo, la entrevista a la señora Katherine Hernández sirvió no solo para hacer justicia, sino que además reveló una situación aún más delicada: la carta en la que se le prohibía hablar en español fue dirigida por la administradora solamente a ella, lo que en su opinión fue en represalia porque desde que llegó a vivir en ese centro para jubilados se dedicó a auxiliar a otros ancianos del lugar, de mayoría hispana, gracias a que es bilingüe.

“Yo digo que a la señora se le está yendo todo lo que está haciendo Trump a la cabeza, y usó eso para seguir abusándome como lo ha hecho desde que me cambié aquí”, declaró la señora Hernández.

Ese es precisamente el punto. No es que la retórica de Trump haya “descubierto” el racismo en una buena parte de la población blanca del país; ese ya existía desde el nacimiento de esta nación hasta la fecha, como el llamado que se ha hecho en un periódico de Alabama a que el Ku Klux Klan vuelva a las andadas. El hecho es que ha despertado nuevamente ese sentimiento supremacista que de algún modo había sido neutralizado desde la lucha por los derechos civiles, pero que ahora ha tomado un nuevo y peligroso impulso, sobre todo contra quienes representen el estereotipo fomentado desde el poder y que da la casualidad de que hablan español.

Cuenta de ello, por cierto, da el más reciente informe del Southern Poverty Law Center (SPLC), que ha encontrado que los grupos de odio han aumentado 7%, para llegar a una totalidad de 1,020 en 2018, cifra que debería poner en guardia a las autoridades de Seguridad Nacional, más enfrascadas por ahora en ver a los migrantes como el enemigo público número uno del país.

Pero como están las cosas por ahora, va a ser difícil que el gobierno cambie esa ecuación, a pesar de avisos alarmantes de la existencia de supremacistas blancos dispuestos a actuar violentamente, como el teniente de la Guardia Costera, Christopher Paul Hasson, quien según los informes oficiales reportados por la prensa preparaba un ataque masivo con un arsenal de miedo.

Hasson se identificaba como un nacionalista blanco que defendía la “violencia encauzada”, a fin de establecer “una patria blanca”. En su lista de potenciales víctimas había periodistas críticos de Trump y políticos demócratas.

El presidente, mientras tanto, ha guardado silencio; pero de haber sido hispano, indocumentado y moreno, es seguro que habría utilizado todo el arsenal de sus tuits para destrozar nuevamente la imagen de la comunidad que le disgusta y que habla español.

Pero eso ya no es sorpresa.

Por: David Torres

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